miércoles, 2 de febrero de 2011

Escena diurna

Martilla y martilla. Lejos un perro llora, parece colgar del aire un rosario de consonantes, sonidos filosos golpeándose entre si. Él sigue, cada empujón de la herramienta deja un punto negro en el silencio. La madera queda deshecha. El clavo, incrustado hasta perder la forma, desaparece en una crema dura y polvosa, se funde en la carne magullada del mueble. Pronto el aparato dejará de resistir y se hará trizas en las baldosas. Pero él sigue.
Un vecino pasa, lo mira, saluda, se ofende, sigue de largo. La herramienta sube y baja, invariablemente, un metrónomo de hierro. El sudor gotea sobre el clavo, revienta a cada golpe, puros delfines microscópicos coreografiando el fuego. A un par de casas de distancia una mujer se levanta de la siesta protestando. Grita un par de veces por la ventana, pronto se siente contradictoria y se ruboriza.


La primera viga de madera se quiebra con el dolor de un hueso.

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