miércoles, 2 de febrero de 2011

Escena diurna

Martilla y martilla. Lejos un perro llora, parece colgar del aire un rosario de consonantes, sonidos filosos golpeándose entre si. Él sigue, cada empujón de la herramienta deja un punto negro en el silencio. La madera queda deshecha. El clavo, incrustado hasta perder la forma, desaparece en una crema dura y polvosa, se funde en la carne magullada del mueble. Pronto el aparato dejará de resistir y se hará trizas en las baldosas. Pero él sigue.
Un vecino pasa, lo mira, saluda, se ofende, sigue de largo. La herramienta sube y baja, invariablemente, un metrónomo de hierro. El sudor gotea sobre el clavo, revienta a cada golpe, puros delfines microscópicos coreografiando el fuego. A un par de casas de distancia una mujer se levanta de la siesta protestando. Grita un par de veces por la ventana, pronto se siente contradictoria y se ruboriza.


La primera viga de madera se quiebra con el dolor de un hueso.

sábado, 21 de agosto de 2010

Puán - nàuP - Puán - nàuP ...

Cruzo la calle. Apurándome el paso, una legión de estrellas verticales se lanza contra la senda peatonal. Se me da por pensar que tienen herida la espalda, y entonces siguen de largo mostrando una llaga roja, fluorescente. La habilidad nigromante de la metáfora. Río apenas. Desde un kioskito muy rojo me mira una rubia, me da vergüenza reír solo, me encaparazono la risa. Camino un poco más rápido, pero ahora me da vergüenza tener vergüenza, camino lento, tanquemente, río como un mar. La miro y le doy una mirada más rubia que ella. Ella baja los ojos de golpe, tira la vista cortada a cuchillo en el vaso de cocacola que tiene sobre la mesita. Me río y dejo oir la curvatura de un ja ja, pero en realidad me pone triste que no me mire y se me cae un azul del gancho de la jota. Sigo caminando. Pronto queda atrás el kioskito, la cocacola, la rubia, los autos. La vereda opuesta está bien iluminada, pero la mía se hace oscura y me siento la sombra de los que caminan enfrente. La pared, la metasombra mía contra la pared. Una escuela, cerrada naturalmente, a ésta hora las escuelas obedientes duermen. La sombra se enrosca como un monstruo marino que no es marino sobre un pirata que no es pirata. Pronto queda atrás, igual que el kioskito, la cocacola, la rubia, los autos, la sombra. Llego a la esquina. De nuevo me apuran el paso las constelaciones desbandadas del tráfico. Se me da por pensar lo mismo, y lo mismo ocurre. Cruzo la calle. Pero ésta vez ni siquiera me río. Debe ser por eso que la rubia del kioskito muy rojo no me mira y sigue tomando cocacola como si nada.

domingo, 7 de febrero de 2010

Ejercicio de pertinencia

Una gran suela de lluvia, de golpe, sobre el paraguas.



Aferré fuerte el mango. El viento empezaba lentamente a crecer, y dibujaba fantasmas momentáneos en el agua. Miré a lo lejos y perdí la esquina bajo un humo grueso, pronto la luz fue la de los ciegos. Ahora estaba sólo yo, mi paraguas y el golpeteo furioso de la noche en la tela.

“No importa, es lindo caminar con lluvia”. Eso era hace un instante, en el umbral de una amiga y con un mate entibiándome la mano, pensando que era divertido tirar los ojos por la ventana. Pronto recordé mis palabras y me sentí ridículo. Empezaba a tener frío. Quieto, atrapado de golpe entre barrotes de vidrio, fui percatándome de la velocidad del tiempo, de las décadas que caben entre una inhalación y otra. Quería irme. Quería estar en casa, seco y abrigado, prender la tele, comer las sobras del mediodía. Quería dejar de sentir ese corazón negro latiendo encima del paraguas. Pero faltaban cuadras y cuadras, y apenas si podía moverme. Estaba seguro de que al menor paso la tela impermeable cedería y quedaría completamente desprotegido.

Decidí esperar. Tarde o temprano la lluvia amainaría, la jaula se haría de agua. Me mantuve quieto, tratando de ocupar el menor espacio físico posible. Pegué ambos brazos al cuerpo y cerré bien las piernas, me convertí en un monumento a la verticalidad. Sólo la mano del paraguas se extendía fuera de mi lugar cilíndrico, una mano que parecía apuntar con un arma falsa. Comencé a silbar despacio, y aunque no me oía por el zapateo de las gotas, me tranquilizaba sentir que aún en ese cautiverio de bruma podía emitir algún sonido.

El tiempo pasó. Me dolió la boca. La “A” fue una vocal imposible. La lluvia nunca parecía cesar ni variar siquiera, sólo continuaba, y me daba la impresión de que cada vez más fuerte. Dejé de silbar, exhausto. Jamás escuché la melodía repetida hasta el cansancio, que parecía haber dejado un sendero rojo y finito alrededor de mis labios. A lo lejos, sobre la esponja sucia que se había vuelto el horizonte, creí distinguir algo así como una luz, un color atrapado en el barro. Estaba amaneciendo. Ya toda la noche había sucedido secretamente, fingiendo bajo el antifaz del agua. Pronto el azul se haría plomo, y la ceniza me taparía la boca.

Tenía hambre y frío. Trepando a ambos lados del paraguas, el agua como una araña de saliva había lentamente reptado hasta ganar el mango, luego mis manos. Pensé en sentarme, pero el piso era la miniatura de un río. Estaba exhausto, me temblaban las piernas, los dedos, mis ojos de fruta pasada.

Entonces recordé la luna, el sol dejando monedas sobre el asfalto, los árboles blandos gritando en el viento su grito desnudo. Recordé todas las cosas que no volvería a ver.



Silencioso y gastado, como un libro que se deshace, cerré los ojos con fuerza, y solté el paraguas.